domingo, 1 de noviembre de 2020

¿Quién es la llorona? Un ejercicio de análisis hermenéutico

Por Josafat Hernández


Mientras escuchaba las diferentes versiones de la canción de la llorona, ví que cada canción tiene su propia letra. Desde las canciones zapotecas del Itsmo de Tehuantepec, la versión de Oscar Chávez hasta la versión más conocida mundialmente interpretada por Chavela Vargas. Pero exactamente ¿Quién es la llorona? ¿De quién habla esta canción? El problema es muy complejo, porque esta canción no se sabe cuándo surgió. Ni tampoco se sabe quien la escribió. Es una canción de folkclor popular, que todo mexicano conoce. Pero poco se sabe de su historia.


Algunos dicen que la canción refiere a la leyenda de la llorona, la mujer que mató a sus hijos y que luego se suicidó. La llorona realizó el peor crímen que, desde el punto de vista de la sociedad mexicana, una madre puede hacer: el filicidio, matar a sus propios hijos. La llorona es un alma que no está ni el purgatorio ni en el infierno dantesco. Está en este mundo, siempre está penando, entre los vivos, apareciendo pero sin estar corporalizada. En su penar, su imágen aparece en rios y llanos, vestida de blanco. Un blanco que recuerda pureza, pero que es una pureza portada por alguien que, por medio del filicidio, ha profanado el terreno simbólico de una estructura social considerada sagrada por las sociedades tradicionales: la maternidad. Aquí, la transgresión de lo sagrado es lo que atormenta a los vivos. La funcionalidad social del símbolo de la llorona es recordarle a los mortales lo horrible que es matar a los propios hijos. Por eso es un símbolo que da miedo, que escarmienta a quienes se alejan de la norma social de la maternidad. Y quizá también ayuda a recordar a los mortales que el infierno no está en el más allá. Sino que está aquí en la tierra, y que este puede ser la consecuencia de los propios actos. ¿Es la llorona de la leyenda la llorona de la canción? Me parece que no, porque la canción de la llorona, si bien es triste, tiene un dejo de romanticismo que no tiene la leyenda de la llorona.



En la versión zapoteca de la canción hay una narrativa de amor y tristeza. Se narra la historia de dos enamorados de inicios del siglo XX. Donde un muchacho se enamoró de una mujer que salía de la iglesia, vestida con su huipíl, un traje típico de Oaxaca. Al verla, el chico pensó que era la virgen. Luego de que ambos se conocieron y formaron una pareja, el muchacho se fue a la guerra. Eran los tiempos de la revolución mexicana. No había paz. La dictadura porfiriana estaba a punto de caer. Y él se fue a combatir por un mundo más justo. Mientras se despedían, los dos amantes lloraban. Él juraba volver. Y ella no paraba de llorar. Por eso le llamó llorona. Le juró que la seguiría amando. En este o en el otro mundo. Después pasaron los años. Él no volvió. Y ella lo esperó, junto con su hijo. Después de saber que él había muerto, cada 30 de octubre, según dicen, ella le hacía su ofrenda, adornada con flores de Cempasúchil. Y ahí comían los tres: la llorona, su hijo y el alma del difunto que venía del otro mundo a verlos. Quizá por eso esta canción se asocia tanto al día de muertos. Según la versión zapoteca, la llorona tenía la certeza de que ella y su amante se volverían a encontrar. Al igual que la llorona de la leyenda, esta llorona también pena. Pero pena por un amor ya imposible en este mundo. Pero posible en el otro mundo. La llorona nunca más se volvió a casar. Y esperó hasta que la muerte los volvió a unir. Aquí, en esta narrativa, la muerte no separa a los amantes. No. Más bien los unifica. En la versión zapoteca de la canción, la muerte es el puente que vuelve a unir a los amantes, que se seguirán amando, pese a su descorporalidad.



Hay quienes dicen que la llorona, prehispánica, era Tonantzin, que aparecía sobre el lago de Texcoco y lloraba por lo que iba a ocurrir a sus hijos mexicas: serían conquistados, pisoteados, humillados y masacrados. Tonantzin, el antecedente simbólico prehispánico de la Virgen de Guadalupe, lloraba por sus hijos: El pueblo. Las tres lloronas tienen algo en común: sufren por la partida de sus seres queridos. Las tres lloronas están, en algún sentido, vinculadas con la muerte.


La llorona en México quizá puede verse como un símbolo sin contenido, que flota en el sentido común de los mexicanos. Es un símbolo que trasciende a todo individuo y cuyo contenido nunca estará fijo. Estará siempre en movimiento, llenándose del contenido social de la época. De las emociones y sentimientos de la época. Y además tiene un carácter transversal: prácticamente todos los sectores sociales de México se reflejan en la llorona. Se reflejan en su historia, en su penar, en su tristeza, en su romanticismo y su misterio. Desde las élites, hasta los pobres. Trabajadores del campo y de la ciudad. Mujeres y hombres. Jóvenes y ancianos. Al final, todos se ven a sí mismos reflejados en la llorona. Penando. Pero es un penar, un dolor que todos tienen en algún momento. 


En la cultura popular mexicana, al menos, tomando como referencia a la llorona, vemos que del dolor no se huye tal y como pensarían los filósofos utilitaristas, que pensaban que la felicidad es para ellos un estado corporal donde sólo hay puro placer y hay ausencia del dolor. Más bien al dolor se le hace frente. Se le acepta y se le interioriza. Para poder vivir y seguir adelante. Un dolor que es necesario tener, para luego poder crecer y madurar. Sin dolor, como diría Nietzche, no hay felicidad. Esto es coherente con la moral estoica que está implícita en el sentido común de la mayoría de los mexicanos, donde llorar es parte de la vida. Una reafirmación ante la muerte. Pues si sentimos dolor es porque estamos vivos.